La intrusa

Autora: Amalia Guglielminetti
Traductora: Erika Cosenza

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Amalia Guglielminetti es una escritora italiana prácticamente desconocida por estos pagos (a decir verdad, yo la estoy apenas conociendo). Y no es la única mujer de la literatura italiana (y no solo) que está totalmente invisibilizada. Hagamos la prueba: sin repetir y sin soplar, nombren cinco autores de origen italiano, ¡ya! Casi todos varones, ¿no?

Hace unos años, Ana Saladino y yo estábamos planeando un taller de literatura italiana. Queríamos incluir cuentos de diferentes géneros y épocas. Y nos estaba costando encontrar autoras italianas. Había sí novelas, pero el cuento se nos estaba haciendo rogar. El taller finalmente, por otros motivos, no se realizó, pero yo me propuse la tarea de encontrar cuentos escritos en italiano por mujeres. Así llegué a Amalia Guglielminetti y este cuento que me enamoró. Espero que disfruten mi versión.

En el compartimiento de «señoras solas», las dos mujeres viajaban desde hacía más de una hora sin decirse palabra, casi sin mirarse, cada una sumergida en sus propios oscuros pensamientos. No se conocían: los ojos, el alma, la vida de una eran completamente ignotos a los ojos, el alma, la vida de la otra; sin embargo, una preocupación íntima y secreta, casi un malestar indefinible, no las dejaba completamente indiferentes y extrañas como dos pasajeras que un cronograma ferroviario reúne por algunas horas y luego separa para siempre.

Cada una habría vagamente deseado que la otra no estuviera allí, sentada enfrente, con la sombra de un dolor oculto sobre el rostro cansado, con la huella de un llanto reciente sobre los párpados hinchados, con los pliegues de la amargura sobre la boca pálida.

Ambas se reconocían entristecidas por una angustia común pero incógnita, que se veían obligadas a contener y refrenar por la presencia de esa otra espectadora. Y cada una se agarrotaba en el propio afán cerrado, echando, sin embargo, de vez en cuando, una mirada entre admirada y hostil a la muda compañera sentada enfrente.

Una de las viajeras era joven y rubia, pero bastante pingüe y vestida con una ingenua elegancia provinciana. Llevaba una capa clara que le dibujaba sin gracia la persona exuberante y un sombrero de ala rígida adornado con plumas, que le impedía apoyarse sobre el respaldo y la obligaba a permanecer rígida y tiesa en una posición de lo más incómoda.

El rostro, que debía haber brillado con singular frescura, era uno de esos con rasgos pequeños e irregulares que se ajan rápidamente y parecen cerrarse sobre sí mismos como flores marchitas apenas pasada la primera juventud.

Tenía casi siempre la cabeza abandonada sobre la mano con la cara escondida bajo el ala del sombrero, y los dedos estrechaban un pequeño pañuelo con bordes de puntilla, que de tanto en tanto se llevaba furtivamente a los ojos, como para limpiar un llanto irrefrenable.

La otra pasajera podía contar cincuenta años y era gris en el cabello, delgada en el rostro y el cuerpo, pero propensa, en el vestir, en los actos, en el porte de la cabeza y los hombros, a una gran distinción, a una dignidad severa.

Toda de negro, aunque sin crespón de luto, con un sombrero estrecho de terciopelo que le permitía acomodarse sin molestias en su rincón, tenía la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados, el rostro pálido y fino debajo del velo. Permanecía inmóvil con una actitud de abandono inerte y, al mismo tiempo, de tristeza resignada.

Sus manos, ocultas en un gran manguito de zorro negro, salían de vez en cuando, ahora una, ahora la otra, con un movimiento inconsciente, para acariciar la tapa de un libro que tenía sobre las rodillas, y sus dedos nerviosos lo abrían y cerraban una y otra vez, mientras una arruga aparecía en su frente entre las alas grises del cabello ondulado, y el pecho grácil entre las solapas del vestido negro se alzaba, como frenando una ola de angustia que la invadía.

Iban así, desde hacía horas, en aquel tren casi desierto que atravesaba el campo solitario, haciendo breves paradas en alguna pequeña estación perdida, mientras poco a poco el atardecer violáceo caía sobre los campos.

En todas las paradas cada viajera echaba una rápida mirada a la otra y pensaba: «Ahora se bajará. Ahora me quedaré sola con mi dolor sin que esta compañera inoportuna me observe y comente. Ahora podré finalmente llorar, arrojarme sobre el asiento y gimotear y sollozar sin tener que comprimir dentro de mí este mal que me estruja el corazón».

Pero el tren después de una breve escala retomaba su recorrido, y ninguna de las viajeras bajaba.

Se hizo más denso el ocaso violáceo sobre los campos, cayó la noche negra moteada con el destello de las estrellas, y las dos mujeres desconocidas, lanzadas por su suerte a través de las calles oscuras del mundo, iban e iban sin tregua, sentadas una frente a la otra, mudas y hostiles, llevando cada una en el alma oscura su triste secreto.

Ahora la más joven se había sacado el sombrero demasiado amplio y, con la abundante cabellera peinada en forma simple con una trenza alrededor de la carita cansada, parecía menos desgarbada, casi infantil aun en su precoz marchitamiento. Menos dueña de sí misma que la vecina, se abandonaba ahora a la propia desesperación ocultándose en la sombra que cubría los rincones del compartimiento y dejaba escapar algún que otro gemido del pecho oprimido y lleno de sollozos.

La señora madura permaneció inmóvil un tiempo escuchando ese llanto, más fastidiada que conmovida, pero consideró su deber, deber de simple humanidad, intentar una vaga palabra de consuelo.

—Señora, no se desespere así —dijo con su voz, que era muy dulce y llena de inflexiones, como debe ser la voz educada de una dama—; ese llanto ciertamente le hará más daño.

—Es imposible —gimió la otra sin alzar el rostro, que tenía oculto entre las palmas y contra el respaldo—. ¡Lo que sufro es tan horrible! Me parece me muero, que me muero yo también junto con él. Y no me queda otra cosa que desear.

—Si el dolor de otra mujer puede confortarla, piense que mi angustia es tal vez más grande que la suya, si bien muy diferente —murmuró la señora madura cerrando los ojos y suspirando profundamente, pero su compañera se encogió de hombros y dejó caer la cabeza en un gesto de negación desesperada.

Callaron ambas de nuevo, y la dama más grande escrutó por largo tiempo en la sombra el cuerpo desfallecido y asolado de la joven y no agregó palabra. Pero pensaba en tanto con amargo asombro: «¿También ella va entonces al encuentro de alguien que muere, alguien a quien ama? ¿Y quién será este otro agonizante? ¿Un hermano, un amante, un marido? ¿Eran entonces muchos los que estaban muriendo a esa misma hora?».

No le dirigió más la palabra a la desconocida, pero en la penumbra del compartimiento, bajo la lamparita velada de azul intenso, comenzó también ella a llorar en silencio.

Lloraba sin un sonido, sin un suspiro, sin un gemido, sus más terribles lágrimas maternales, que hasta entonces no habían podido brotar. Lloraba casi como una comunicación de debilidad delante a la desolada alma que con humildad había desnudado la otra afligida. Y se sentía aliviada aun en la trágica incertidumbre en la que se debatía entre las ardientes esperanzas del corazón y las desconsoladas admoniciones de la razón.

Es que la mujer mayor corría para ver y saludar quizás por última vez a su hijo moribundo. Él se había ido hacía cuatro meses a una ciudad del Véneto, vestido con un hermoso uniforme de oficial, brillante como ella no lo había visto nunca antes. Y sus cartas llenas de alegría y entusiasmo le habían llegado a intervalos frecuentes e irregulares y le aseguraron siempre que él no corría casi ningún peligro y que vivía con felicidad y gallardía su aventurera y variada existencia de guerrero moderno.

Hasta que un día, en medio de la más ilusa y confiada tranquilidad, le llegó un telegrama con pocas pero horrendas palabras: «Su hijo gravemente herido desastre automovilístico. Venga rápido».

Entontecida por el terror, se metió en el primer tren que partía, y durante las largas horas del viaje una especie de torpor físico y espiritual se adueñó de ella, la mantuvo quieta, inmóvil, casi impasible entre esas cuatro pequeñas paredes, resignada fatalmente ante la lentitud de ese camino que la llevaba al encuentro de su hijo moribundo, tal vez de su hijo muerto.

Solo la presencia de la otra criatura doliente, que subió poco después que ella, le había parecido intolerable desde el principio. Esa compañera impuesta por la suerte la había obligado quizás a cerrar dentro de sí, con rígida austeridad, su dolor lacerante, por ese instintivo pudor compuesto de sensibilidad y orgullo que había marcado todos los actos de su vida de señora noble y rica.

La desconocida compañera continuaba, mientras tanto, gimiendo en la penumbra con oleadas de sollozos que sacudían todo su cuerpo agotado, cuando el tren se adentró bajo un techo apenas iluminado y alguien gritó el nombre de una ciudad.

Era una estación terminal, el tren ya no seguía. Todo el pasaje bajaba.

Descendieron también las dos viajeras y desaparecieron pequeñas y negras por dos calles diferentes, engullidas por la oscuridad espantosa que envolvía y protegía esa ciudad de frontera expuesta a los ataques de un avión enemigo.

Llegó la madre al lecho de su hijo moribundo y lo encontró despierto esperándola, con los ojos y las mejillas encendidos por la fiebre, pero tremendamente presente y consciente de su estado. Le sonrió con debilidad y se dejó besar la frente entre los cabellos desarreglados, que ella con el acostumbrado gesto de su mano blanca y ligera intentó acomodar.

—Bésame, mamá, que me iré pronto —le susurró con una mirada desolada e implorante.

Ella estoicamente pudo reprimir un grito que la despedazaba y sentarse a su lado acariciando sus manos con trépida ternura.

—Quisiera decirte una cosa —le susurró él casi al oído, batiendo los párpados con la timidez retraída que su madre le había conocido en sus años de adolescente—. Es algo muy difícil de decir —continuó hablando lento y abriendo y cerrando los dedos con un gesto nervioso, mientras su pobre pecho lacerado por el golpe del volante jadeaba de pena y de cansancio.

—Dime, dime, querido —lo alentó la madre, ansiosamente encorvada sobre él.

—Hay una mujer —retomó el enfermo con dificultad, casi en un balbuceo sumiso—. Hay una mujer con la que tuve un hijo hace seis años y con la que me casé.

La madre apretó las mandíbulas y cerró los ojos. Se hizo dentro de ella, en su corazón orgulloso, el vacío y el silencio. Se impidió juzgar a su hijo moribundo que se confesaba ante ella.

—El niño murió —pudo decir todavía el enfermo después de una pausa—, pero ella está aquí, quisiera verme por última vez.

La madre alzó los ojos al cielo, como para aceptar esa suprema tortura; luego dijo con voz resignada:

—Que venga, entonces. Yo me retiro.

—¡No, mamá! ¡No me dejes! —suplicó el desahuciado después de una pausa—. Es necesario que estés aquí, es necesario que la veas, que le hables, que tú después… después de que me haya ido la consideres un poco, ¡oh, solo un poco!, como una hija.

—Pero, mi niño, esta mujer es una desconocida para mí. Tal vez no ha merecido tu amor, tal vez no merecería lo que me pides. Tú quieres hacer que yo acoja y ame a una criatura que no he visto por la calle, de la cual no conozco nada, ni el rostro ni el nombre, que quizás se ha aferrado a ti por un bajo interés, sin un afecto verdadero, indignamente.

—No, mamá, es buena. ¡Era una pobre muchacha sola, y yo la he hecho sufrir tanto! ¡Yo le he hecho tanto daño! Tú me perdonarás y la perdonarás, ¿no es verdad? ¿La querrás un poco?

—Es muy duro esto que me pides.

La madre exhaló con los dientes cerrados un largo y profundo suspiro, luego inclinó la cabeza gris sobre la cama y esperó.

—¿Puedo hacerla llamar, mamá?

Ella asintió con la cabeza gacha, en silencio, y con la cara desencajada escondida entre las palmas, con un temblor convulso en los hombros gráciles, esperó que entrara la esposa de su hijo.

Oyó que la puerta se abría después de un momento, oyó que alguien entraba de golpe, que caía sobre él, que lo cubría de besos gimiendo y sollozando, llamándolo por su nombre perdidamente.

Permaneció aún hundida en el borde de esa cama, con terror de alzar la mirada sobre aquella mujer desconocida que se arrojaba de improviso a su vida para ser protegida y amada, se quedó inmóvil todavía un instante imaginando el aspecto de aquella intrusa, oscuramente partícipe de la existencia de su hijo, presa miserable del amor mantenida oculta para no herir el orgullo de su nombre, la que se presentaba ahora, entre los pesares y los arrepentimientos de una agonía, para derramar sus lágrimas y pedir su parte de piedad.

—¡Mamá! —le imploró ronco el moribundo rozándole el hombro con la mano trémula.

Entonces ella se levantó, miró a la mujer arrodillada al lado de la cama, casi a sus pies, y reconoció a su compañera de viaje.

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