Corregir no es mutilar la voz ajena

Hace unas semanas, fui a una charla en una librería de Barcelona durante la cual la escritora peruana Gabriela Wiener leyó el poema «Panchilandia», que se inicia con esas palabras y está incluido en su libro Huaco retrato.

La primera vez que me dijeron
que no estaba escribiendo en español
que no hablaba correctamente en español.
Vosotros, no ustedes.
Las correcciones son extirpaciones.

Las correcciones son extirpaciones. Esa frase me quedó resonando. No podía sacármela de la cabeza. Es una imagen tremendamente fuerte, ¿verdad?

Las correcciones son extirpaciones.

La noche siguiente, durante la cena, se lo comenté a mi amiga y escritora María Victoria Barone. «¡Me pasó!». Así fue que me contó cómo vio cercenada su voz, sus argentinismos —su identidad— quirúrgicamente eliminados por la correctora de su primera novela Donde quiero estar, que publicó en Barcelona —ciudad donde vive— en 2020.

Maui —así le decimos a María Victoria— le había confiado a quien se convertiría en su censora que era su primer libro, que no conocía la dinámica de la relación entre autora y correctora, que le tuviera paciencia. «Pero no me dio lugar a que objetara ninguno de sus cambios, que no fueron sugerencias, sino imposiciones. Y yo, en mi inexperiencia, creí que tenía que acatar todo lo que ella decía».

Así su pava eléctrica se convirtió en calentador eléctrico, sus medialunas se transformaron en europeas croissants, y Federica —la protagonista de la novela, tan argentina como su autora— de repente ya no agarraba las cosas, sino que las cogía y, claro está, conjugaba sus verbos con , en lugar de vosear.

Tengo la certeza de que la colega hizo lo que creyó que era mejor para ese texto que iba a publicarse en el mercado español. Y también tengo la certeza de que la colega se equivocó, cuando menos, en la comunicación con su clienta.

Quienes corregimos, a menudo, nos enojamos, nos lamentamos, nos molestamos por el lugar que nos dan (o no nos dan) en los circuitos de producción de contenidos. En muchos casos, se nos ve como prescindibles. En otros, se nos trata como si perteneciéramos al bando enemigo. También se nos teme, se cree que encontramos placer en, lápiz rojo en mano —ja, ja, qué antigüedad—, avergonzar a las demás personas por sus errores.

Es claro que episodios como el que cuenta Maui contribuyen a hacer crecer estas percepciones y actitudes. Y hasta les dan la razón. Tampoco ayuda mucho que digamos el tradicional nombre que ha recibido nuestra profesión: corrección de estilo. Creo que esto contribuyó muchísimo a la confusión general.

Mis colegas y yo no ejercemos la censura, no nos deleitamos con el error ajeno, no corregimos el estilo de nadie y, sobre todo, no mutilamos la voz ni cercenamos la identidad de quienes escriben.

O, por lo menos, no es así como yo veo mi labor.

Yo me siento una aliada de quienes me entregan su producción escrita. Estoy ahí, claro, para ayudar a que un texto no tenga erratas. Pero eso es solo una mínima parte de mi trabajo.

Quienes corregimos colaboramos en la creación de un texto cohesivo y coherente, revisamos si es accesible, nos preocupamos por que sea claro y entendible... En suma, contribuimos a que se produzca la comunicación y a que la voz autora pueda expresarse y transmita exactamente lo que quiere transmitir.

Casi me olvido: ¡Feliz día, colegas!

Brindo por la jerarquización y la valoración de nuestro trabajo. Y que, como profesionales, reflexionemos sobre los límites de nuestro rol y las implicancias de nuestras decisiones.

Una ilustración de una muje enfadada y negando con el dedo
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